viernes, 24 de julio de 2009

Una planta de margaritas

Aún en éste, su último día de vida, Ramiro no podía recordar un solo momento de felicidad, aunque sea uno fugaz. No, la vida había sido dura para él, desde sus comienzos. Ahora, parado al borde de la cornisa del edificio mas alto de su ciudad natal, intentaba buscar una sola razón para no terminar con su miserable existencia… y no la hallaba.

Abajo la gente seguía con su rutina, sin reparar en él, ni siquiera su último intento por llamar la atención daba resultado. La llovizna comenzaba a humedecer su ropa, y el frío empezaba a nublar sus pensamientos. Si hubiera nacido en una familia normal, se decía, una familia amorosa, otro sería su destino. En cambio, le habían tocado en suerte una madre abandonada, que solo pensaba en sus cigarrillos y sus películas de terror, un padre borracho y vago que perdió todo su dinero jugando al póker, y un hermano depravado que pasaba sus días escuchando rock’n roll e inventándose nuevos peinados frente al espejo.

De repente, una idea eclipsó su mente: ¿Por qué terminar con su vida, y no con la de todos aquellos que la convirtieron en una pesadilla? Rápidamente se sentó en el borde, tomó el anotador donde había escrito su patética nota de despedida, y comenzó a esbozar su venganza. La adrenalina corría por su cuerpo, lo arropó un nuevo sentimiento de poder, y se sintió dueño de su vida por primera vez.

Encabezaba la lista su madre. Esa mujer despreciable, con olor a tabaco y suciedad, esa mujer que desde un comienzo lo había tratado no mejor que a un pedazo de carne cualquiera. Miró sus brazos, tocó su rostro, sintió las marcas dejadas por los cigarrillos apagados en ellos por ese ser infame al que alguna vez llamó madre. En su nariz se reprodujo el olor de las papas fritas que esa bestia consumía sin cesar. Decidió que su madre moriría por las mismas cosas sin las que no podía vivir.

Abriría con cuidado uno de los paquetes de Lays, y mezclaría junto a las papas, pequeños pedazos de dvd, irregulares y con bordes afilados, para que la bestia al engullirlos como un animal salvaje, sufriera horrendas heridas en sus entrañas, obligándola a vomitar sangre sobre su preciado sillón. En un último resuello, buscaría encender un cigarrillo, pero no lo lograría, ya que el encendedor estaría vacío…Mientras tanto él, desde el pasillo, filmaría la escena final de la vida de su madre.

Su padre, ese ser pusilánime cuyas únicas palabras eran “si querida”, ese ser que los había llevado a la ruina, sería víctima de aquello que lo acogía el día entero: su colchón. Ese pretexto de hombre, despertaba al mediodía, arrastraba sus mugrientos pies hasta la cocina, y comía lo que hubiera sobre la mesada, bebía una caja de vino barato, y se arrastraba nuevamente hasta la cama de pringosas sábanas. Todas las noches abandonaba su covacha para ir a jugar al póker. Todas las mañanas regresaba vencido, ebrio. Se paraba frente al colchón, y se dejaba caer, ya medio dormido por la borrachera. Salvo que una de esas mañanas, en lugar de encontrar el ansiado descanso, encontraría su muerte. Colocaría debajo del delgado colchón, un armazón de madera cubierto de grandes y afilados clavos, de ser posible oxidados, que al entrar en contacto con el pesado cuerpo del padre, se hundirían hasta traspasarlo. Al fin, descansaría en paz.

Sólo restaba su hermano. Ni siquiera debía preocuparse por buscar la forma de matarlo. Ese desperdicio de vida, ese saco de huesos inútil, mantenido y apañado por su madre, moriría de inanición, pues en su vida nunca supo como valerse por si mismo.

La tormenta arreciaba, sintió la urgencia de dar comienzo a su plan de venganza. Se paró de un salto, enérgico, decidido. La brusquedad de sus movimientos azuzó a las palomas que compartían con él la cornisa, alzaron vuelo en desorden, perdió el equilibrio. Su anotador cayó sobre el techo… él al abismo.

- Nooooooooooooo! Intentó gritar, pero la voz no surgió de su garganta… En esos pocos segundos que duró la caída, su mente evocó patéticas vivencias, recuerdos que ahora no importaban.

Ya en el suelo, el cuerpo despedazado, la mente desorientada, sintió la paz que siempre había deseado… Quizás no fuera el final, quizás tenía aún una chance… No sentía dolor, su cuerpo aunque destruido, quizás tuviera recuperación…

Una repentina ráfaga de viento hizo caer una maceta del cuarto piso, su cráneo se hizo añicos. En su lugar, enhiesta, se irguió una planta de margaritas.

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